CITAS Y AFORISMOS
"Es una experiencia verdaderamente fascinante, te olvidas de todo, de todas las preocupaciones, de todos los problemas, toda tu atención se centra en no caerte, es un deporte en el que interviene todo el cuerpo. Produce una enorme sensación de libertad sentirse tan cerca de las rocas, de la naturaleza, de las montañas, cuando alcanzas la cima sientes tal felicidad que quieres volver a experimentar esa sensación lo más a menudo posible".
Leni Riefenstahl

jueves, 17 de junio de 2010

- BALADA DE LAS MONTAÑAS, por J.M. Villalba Ezcay

BALADA DE LAS MONTAÑAS
J.M. Villalba Ezcay
Un montañero frente al mundo actual

"Es preciso remarcar que todas las cosas tienen dos caras que no se parecen en nada"
Erasmo: Elogio de la locura, Cap XXIX





Vaya en primer lugar la afirmación de que esta disertación sin pretensión de ser una conferencia será, ante que nada, la confirmación –una vez más- de que el excursionismo, el montañismo incluido, no es un deporte, sino por el contrario es una manifestación espiritual. Lo hemos dicho muchas veces, incansablemente, de palabra y por escrito y es casi podríamos decir la tesis de nuestra vida; pero como tantas cosas en este mundo, es también materia opinable, y reconocemos que hay muchos que no lo ven de la misma forma.
Hay una forma de ser, una ética y una actitud montañista; hay un mundo externo, cotidiano, que nos rodea y en el que estamos inmersos y al que nos enfrentamos cada día. Y también hay, como decimos, una espiritualidad; de todo ello por tanto nace el motivo para dar esta charla, mejor sentida que presentada.
Queremos hablar de espiritualidad en un mundo terriblemente materializado, un mundo no solo descristianizado, porque religiones más antiguas han sido también desplazadas, sino desacralizado; pero aun, deshumanizado.
Aparte de la angustia fría e inmensa del terror a la destrucción, el hombre actual se enfrenta –nos enfrentamos- a tres problemas enormes: El hombre delante de la máquina; el hecho de proclamar todos ciertas leyes y normas morales pero vivir también todos haciendo lo contrario; y la vida de cada día como mera adaptación a una especie de supervivencia en la jungla.
Ya no hay guerras de religión o cruzadas, solo las hay económicas para conquistar fuentes de producción y quemar hombres y materiales, evitando periódicamente la saturación de los mercados. El poder mundial solo lo da el control del dinero, y los mismos jefes de Estado han de obedecer a los grupos de presión o ser eliminados.
La búsqueda de beneficios, de mercados, de poder, no repara en medios; como un terrible sarcasmo de la época, el amor al prójimo en Cristo se ha transformado en una asignatura llamada ‘Relaciones Humanas’ que, juntamente con ‘Productividad’ y otras similares, asumen el resultado de sacar la máxima eficacia de la humana capacidad de comprar y de producir con dos finalidades: que el hombre cumpla a fondo sus misiones de objeto productor y objeto consumidor.
Esta es la Economía de Consumo y así la vemos, recordando la filosofía amarga y burlona de Bertrand Rusell que llamaba a esta época como la ‘de los esclavos con corbata’.
El hombre medio actual, mira embobado un paraíso con esplendores de luz de neón, de automóviles, refrigeradores, televisiones, etc...; estas maravillas de la época, contempladas como el clásico ‘Pan y Circo’ de los estadios que reviven los días de Roma, son producidos en masa por hombres en masa. Y es preciso hacerse la pregunta vital: ¿Y después qué?.
Se basa casi siempre la felicidad en la posesión de cosas materiales: poder, fortuna, bienes materiales!. Nada de formar el espíritu, de actividades nobles culturales, de sensaciones de plenitud que dan el sacrificio, la generosidad, la renuncia y la búsqueda de una vida más sencilla, más pura. Recientemente un guión televisado mostraba la encuesta de un profesor y su ayudante pidiendo a la gente, por la calle y locales, quien era el Arcipreste de Hita y cuales eran los sucesos más importantes en los últimos 5 años, las respuestas en general eran demoledoras.
Los hombres modernos hemos estado objeto de una mentira y estafa gigante, pues nos han robado la vida sencilla y las pequeñas cosas, nobles y amadas que, en pequeñas dosis, dan la felicidad; no nos queda más salida que volver a la verdad, a sacrificar como podamos la vida gris y cotidiana, el trabajo, el dolor, las decepciones y sudores, para dar a nuestra presencia en el mundo una vía y un sentido de nobleza y, más que cualquier otra cosa, una finalidad.
Si de nuestra vida hiciésemos un descuento del tiempo que gastamos durmiendo, comiendo, trabajando por dinero o haciéndonos el nudo de la corbata, y mil y una cosas vacías y rutinarias que hacemos con el alma en blanco, queda bien poca cosa: algo así como un año.
Para una persona de 60 años de vida, con un intelecto normal y complexión sana, que disponga de una hora diaria, libre para la meditación y el desarrollo espiritual, y al que supongamos totalmente formado a los 40 años, le quedan exactamente diez meses. Veamos pues, aterrados, como es de grave la pérdida del tiempo y como lo gastamos vanamente; pensamos amargamente en la inmensa muchedumbre de aquellos que han de ‘matar el tiempo’ para no aburrirse, y de los que encuentran que el tiempo se les hace inacabable.
Además del trabajo, el reposo y la alimentación, están las horas de ocio mental y físico, las horas de diversión y distracción. El ocio unos lo entienden solo corporalmente, y otros tratan de idealizarlo, pues vemos la semana como un rosario de esfuerzo, con ruido de poleas, olor de humos, tecleo de calculadoras y prosa, prosa gris; los deportes no son ya lo que eran antes, pues hoy es difícil encontrar heroísmo, caballerosidad e idealismo en el deporte vulgar de las masas.
Las causas son las cifras de millones, los intereses creados, el ‘doping’ con drogas y estimulantes, el soborno, etc... hemos de buscar algo que tenga mucho de deporte pero que pueda alejarnos de estas circunstancias corruptoras.
Hemos llegado, por fin, al excursionismo con sus variantes de montañismo, alpinismo, espeleología, esquí de fondo, escalada pura, etc... Aquí no hay público expectante, ni intereses, ni aplausos, ni millones, ni venta de billetes.
Tampoco se trata de evasión, si bien, por si misma ya valdría la pena la evasión de las ciudades que crecen monstruosamente con sus cinturones de odio, dolor y miseria suburbial, allí donde los desheredados y desposeídos acampan de la misma forma que tras el círculo de hogueras que protegían a un safari de noche, vigilan, flamélicos, un conjunto de ojos siniestros en la oscuridad de la selva.
No se trata de evadirnos de la vida pues, por el contrario, la buscamos y aceptamos totalmente incluso aunque sea una cruz. La única forma de soportar una cruz es amarla. Más aun, vale la pena de huir de las ciudades, pese a que solo sea por unas horas semanales.
Como estamos hablando de la repulsión que nos inspiran las ciudades y el amor que tenemos hacia las montañas, nos vienen a la memoria algunas frases de escritores catalanes de sentida oportunidad; un párrafo de ‘Solitud’ de Victor Cátala dice: “¡Ah!, ¡Las ciudades, las ciudades...! Cuanto daño hacen al mundo. Refugios de peste y maldad, Prefiero más una roca de montaña que todo este cementerio de casas”.
Al final de “Terra Baixa”, de Guimerà, dice el protagonista: “Vamos a la montaña y huyamos de esta tierra baja que solo es un montón de miserias...!”.
Y para citar también un extranjero tenemos las palabras de Brian W. Aldiss, que en su obra “Space, time and Nathaniel!” dice: “Como hombre de cierta sensibilidad que soy, no puedo evitar una profunda lamentación por el hecho de que el progreso humano se haya siempre de realizar colgando el cadáver de la Naturaleza”.
Cambiar un aire envenenado con millones de litros de anhídrido carbónico y óxido de carbono salido de miles y miles de motores y chimeneas, por el olor a la resina, el canto de los pájaros y el profundo murmullo del viento entre la boscuria. ¿Hay algo más hermoso que el canto del agua plateada entre los campos del torrente?.
¡Pensad que hay millones de hombres que no oirán nunca su armonía...!
Pobre hombre moderno que ha perdido estos tesoros y se ha cerrado dentro de una prisión de tecnología. Pobre hombre moderno, lleno de vanidad, tan satisfecho y orgullosos de sus conquistas y triunfos materiales. Solo lo vemos en su verdadera situación los filósofos, los místicos, y nosotros los montañeros!.
He hablado ates de la servidumbre humana delante de la máquina; espanta pensar lo que llegará a ser dentro de 50 años al paso actual, con la extensión de la automatización –y ahora os hablo más como técnico que como montañero- dado que la industria, la guerra y la organización se ha complicado enormemente tanto en dimensión y en complejidad; eso ha exigido máquinas más complicadas, y la consecuencia ha sido un aumento de la complejidad y, por añadidura, mecanismos más complejos aun. ¿a dónde nos llevará este camino?. A la esclavitud de la nueva Era, a rebaños humanos sin voluntad ni finalidad, pero alimentadas y criadas con la mediocridad de la uniformidad; en resumen, una copia de la organización prusiana y con la frialdad de la una inhumana perfección, la eficiencia de los hormigueros.
Los aviones, perfeccionados, tienen velocidades de combate que ya no permiten a un artillero humano hacer los cálculos de tiro; solución necesaria: las computadoras anti aéreas. El costes de producción exigen a la fabricación de automóviles una producción que ya no es posible exigir con medios humanos; solución: la fábrica automática, donde entra un bloque de motor salido de la fundición y sale completo, sin ninguna intervención más que dos o tres hombres cuyo trabajo es solo vigilar unos mandos por si hay una hipotética avería de la cadena.
Los destinos de las grandes masas humanas están en manos de los ordenadores internacionales IBM, a los que se someten los grandes problemas de producción y distribución de alimentos, e incluso los trabajos de exploración de la opinión pública antes de las elecciones.
No hace mucho, visitábamos una granja moderna y automatizada y, viendo el trabajo eficiente, rápido e higiénico de las máquinas de ordeñar vacas, brillantes y asépticas, nos vino un pensamiento de tremenda añoranza recordando los rebaños de vacas que tantas veces hemos encontrado durante nuestros paseos por las montañas, allá arriba, en la quietud de los prados altísimos rodeados de nubes en la paz de la alcarria y el silencio solo turbado por algún cencerro aislado. Y, en nuestro interior, rogamos a Dios que no llegue nunca allí arriba la máquina y que las manos del pastor no sean suplantadas.
Hasta ahora hemos visto el aspecto físico y material de la servidumbre a la máquina; por lo que hace a la servidumbre moral y psíquica, es suficiente con considerar lo que la TV ha significado como impacto dentro del hogar humano. Es mi opinión personal, y perdonad esta manifestación, pero cuando veo una familia reunida en silencio delante de un receptor de TV horas y horas, me sugiere absolutamente el concepto de hipnosis y coacción.
Es un fabuloso instrumento de dominio y con él es posible llegar al subconsciente, ved el efecto embrutecedor de los anuncios: Los hay imperiosos, discretos, insultantes, los hay que aconsejan, los hay que gritan y los hay que asaltan con violencia, y esta agresión psicológica la consentimos dentro del sagrado recinto de nuestra casa y no han pedido permiso para entrar, pues les hemos abierto la puerta nosotros mismos.
El hombre ciudadano moderno ya camina poco y ese poco lo hace solo sobre el asfalto. La TV le recluye en cada aun más. El enquilosamiento de los miembros inferiores se agudiza porque ya solo son necesarios para caminar desde el sillón al aparato de Tv para regular sus mandos y, como colofón, hace no mucho tiempo que se anuncia un dispositivo a distancia que hará innecesario levantarse para ello.
El escalador italiano Walter Bonatti, bien conocido de todos nosotros, dice en el prólogo de su obra ‘Mis Montañas’, recientemente aparecida: “... en esta época actual en la cual la técnica ha comportado el triunfo sobre el Polo Norte y sobre la Luna, y también la obesidad y la indolencia de muchas personas, gracias al exceso de comodidad, me he dicho: sin embargo ¿Hay algo más bonito, aun hoy, como poder correr descalzo por la hierba de los prados y hacer volteretas?. ¿Hay algo mejor que volver a la naturaleza, simple, generosa, para sentirnos nuevamente seres humanos?”.
Dejemos pues, después de estas palabras dignas e importantes, de hablar de cosas tristes, y empecemos el verdadero motivo de esta conversación familiar que mantenemos hace un rato. Consideramos vital y necesario el retorno del hombre a la Naturaleza como obra de Dios que son ambos; y añadimos –como consideración personal y como tesis- que este diálogo es espiritual y noble, como lo pueden probar infinidad de argumentos.
Ved una exaltación del hombre como una unidad, ved como el hombre va a la montaña a buscar la Luz, dice el Salmo 42: “Envíame, Señor, tu luz y guíame a tu santa montaña”. Y dice el Libro de la Sabiduría, en los versículos VIII, 22 y 35 de los Proverbios de Salomón: “Desde la eternidad yo ya existía, antes de brotar las aguas; yo existía ya antes de levantarse las montañas, antes de abrirse el cielo y los ríos, antes de empezar a girar el eje del mundo, antes de cerrarse el cielo, antes de abrirse los desfiladeros y antes de que los cielos esplendorosos atravesaran las cimas altísimas”.
En la montaña se sublimiza la amistad, nace el heroísmo, y el montañero se convierte en un asceta, un monje.
Los escaladores saben de aquellos sufrimientos que la gente de la tierra baja le parecen estúpidos y sin objeto: aquella presión cortante de la cuerda en la cintura, aquellos dedos sangrantes y doloridos, la sed abrasadora, aquellos vivacs en paredes verticales, las horas larguísimas y sin descanso. ¡Sí!, la cuerda y los hierros pueden llegar a ser un cilicio, pero lo buscamos libremente y es porque creemos que vamos hacia la perfección y la purificación. No es de ahora esta intención de irse a las montañas, aunque sea solo temporalmente y para huir de las bajezas de la vida ciudadana; existe desde hace muchos años una composición de Tai-Peng, llamado el Gran Fénix de la poesía china, llamada ‘El Caminante que asciende a la a la Montaña de Tien-Mu”. “os dejo y empiezo mi ascensión, no volveré y no quedará de mi más que el recuerdo, como queda la pisada del rebeco sobre la roca verdosa. Dejadme ir hacia la bella montaña, porque aquel que ha subido una vez a una cima, ya no se humillará nunca delante de los poderosos de la tierra”.
No solo es posible encontrar una finalidad y un sentido a esta vida de cada día que, cuando abrimos los ojos del alma se nos aparece como casual y sin finalidad; dedicarnos a cualquier misión de sacrificio, de altruismo, puede salvarnos de la perdición de malgastar la vida que se nos ha dado, como un dinero mal adquirido.
También la montaña puede proporcionarnos una misión, una ocasión de servir; algunos que nos encontramos en esa edad que Dante definía como “el medio del camino de nuestra vida” hemos pasado casi veinte años conociendo montañas, amándolas, padeciendo a veces y viviendo momentos gloriosos, y siempre nos ha mejorado un poco y ha aumentado y afirmado nuestra religiosidad. De estos años, muchos han pasado también instruyendo y guiando jóvenes; muchos eran de procedencia humilde e instrucción limitada y, a través de noches de campamento, vivacs y jornadas de caminata, les hemos sugerido pensamientos de elevación espiritual, y generalmente las han asimilado. Lo mismo hemos hecho con escritos y publicaciones durante muchos años, por los cuales la única retribución ha sido –y la mejor también- el hecho de encontrar un día un joven desconocido que nos diga que nos agradece de todo corazón haberle proporcionado un sentido para ver el mundo con nuevos ojos.
Los montañeros, los que pensamos y sentimos así, somos pocos en proporción al resto de la gente; en este país poco más de un millar, y esta escasez comporta el peligro de que nos consideremos unos elegidos, unos excepcionales, con el riesgo de caer en la soberbia y el orgullo, que nos alejarían de la humildad del verdadero montañero que siempre es religioso de verdad.
Hemos de amar a los que no son como nosotros y desearles que lleguen a disfrutar de los mismo que nosotros hacemos; por eso hemos de dominar nuestra irritación delante de la gradual y bárbara invasión del reino estimado que, hasta ahora, solo era nuestro; hemos de cerrar los ojos y dominarnos cuando vamos a un lugar amado que siempre fue solitario y donde hacía tiempo que no íbamos, y lo encontramos cambiado, lleno de basuras, superpoblado de gente que entra a la baja montaña como los normandos entraron en Inglaterra. Pese a todo, tenemos fe en el hombre, y servimos a la convicción de que el buen Dios hará que todo se arregle y que esta gente que hoy nos obliga a retirarnos a lugares inaccesibles de nuestro reino, acabarán también como los normandos, enamorados y asimilados por la tierra invadida y quedándose en ella para siempre, después de Hastings.
Es una equivocación, inspirada por un idealismo que compartimos, la de asegurar que hay demasiados refugios para que un día no puedan ser utilizados por gente no cualificada, por personas que invaden la montaña con su vida de barrio, su baja prosa ciudadana; es cierto, pero hemos de dejarlo de lado.
Nos viene a la memoria la objeción pesimista que lord Melbourne hizo a la Reina Victoria al presentarle a la firma el decreto real para la creación del Correo postal libre; en aquellos momentos, el viejo político –bien intencionado también- se tiraba los escasos pelos pintando a la reina el sombrío panorama de un medio de comunicación para todos, abierto al insulto, la amenaza y el anónimo. Los años pasados, más de cien, han demostrado que no era así y que la Corona tenía razón. Que se hagan refugios, tantos como se pueda, porque puede ser que la gente con más estómago que corazón, con más de Sajón que de Quijote, se espiritualice entre los abetos y la niebla.
Y mientras tanto, nosotros soportaremos filosóficamente sus transistores, su charlatanería, sus basuras y los coches utilitarios aparcados a docenas bajo la boscuria humillada, porque Dios y la montaña merecen tal sacrificio.
Es así como vemos de forma montañero el mundo actual, no con hostilidad lo que no sería propio de nosotros, pero con temor; nos afecta mucho pensar que este cauce montañero de aguas frescas, transparentes y musicales, esté lleno de vidrios y latas, y una generación de gentes, a su ribera limpie sus utensilios grasientos. Cuando estuvimos la última vez aun era un lugar donde iban pocos caminantes, y el canto armonioso de aquellas aguas heladas en la soledad nos recordaba la frase de Leonardo de Vinci: “Que esta agua nadie más la beberá, porque son las últimas de ayer y las primeras de mañana”.
La montaña es pura poesía como consecuencia de la belleza y el amor; y la forma más noble del amor, porque no tiene compensación material, es la amistad.
El lugares como la guerra o la montaña es más pura y valiosa la amistad; he tenido dos compañeros de cordada durante muchos años, en la ciudad nuestros caminos eran bastante distintos y nuestras formas de vivir y pensar también. Pero en la montaña llegamos a unirnos en una amistad para toda la vida; pasamos innumerables aventuras unidos que, como suele pasar en montaña, una veces eran agradables y otras no.
Pasamos unidos una noche de vivac en los Alpes, en una cara Norte muy conocida, con referencia a la cual aun no estamos de acuerdo después de tantos años, si lo peor fueron los factores atmosféricos o la posición en permanecimos toda la noche. Pese a todo, el espíritu de sacrificio, fruto de la verdadera amistad, hizo que consiguiéramos sobrevivir.
Entre el sufrimiento y la angustia de no dejar de mover los dedos de los pies para evitar la congelación, nos dábamos cuenta de la fantástica luminosidad estelar destacando sobre un cielo de una negrura desconocida: colgados allá arriba podíamos haber recitado una nueva versión del Salmo 129, rezando: “De excelsis clamavit ad te Dómine”. Cuando el frío y el violentísimo viento amainaron un poco, cuando, hacia la madrugada, ya no eramos más que tres débiles suspiros de vida, agarrados a la pared de hielo con la tenacidad de supervivencia, vimos desde asientos de platea el espectáculo de la salida del Sol por detrás de los campos de nieve del Monte Rosa.
Y tuve la sorpresa de oir hablar a uno de mis compañeros, el más falto de romanticismo, el de espíritu más eminentemente práctico; en su cara rodeada de agujas de hielo, cerrada por la capucha helada y rígida, se abrieron unos ojos maravillados y olvidó, olvidamos todos, nuestros sufrimientos y la peligrosa situación, para exclamar: “!Oh maravilla!, Nunca habría pensado que hubieran tantos colores diferentes de rosa a dorado!”.
Si nos hubieran dicho en aquellas horas –como otras que hemos vivido posteriormente- que pasado el tiempo añoraríamos aquella noche juntos, no lo habríamos creido. Y hoy, cuando nos encontramos, decimos aun: ¿Recordais aquel vivac inolvidable que ya no podremos revivir?.
¡Poesía, amor, belleza...!. Todo esto lo encontramos en la montaña los que lo queremos buscar de verdad y con sinceridad; y además de eso encontramos la plenitud y un sentimiento de progresiva perfección; sin darnos cuenta y a medida que nos hacemos mayores, vamos dejando de lado las cosas accesorias y, al final, buscamos la montaña como una liberación, un baño espiritual, a la búsqueda de la paz y el conocimiento. La montaña nos purifica -¿quién lo duda?- y nos aleja de la ciudad no por odio ni menosprecio, sino porque en ella no hay la pureza y la paz que nuestra alma angustiada y llena de temor, de hombres del siglo XX, busca desesperadamente. A aquel hombre extraño y excepcional que se llamaba Thomas Edward Lawrence, le preguntó con curiosidad un periodista redactor del ‘Chicago Tribune’ en 1916, cuando era Lawrence de Arabia, por que amaba tan apasionadamente el desierto, aquel lugar infernal donde solo se divierten los demonios y los beduinos, y la respuesta fue: “!Porque está limpio!”. Seguramente se refería a la ausencia de odios, envidias, bajezas innumerables, crueldades y demás perfectas creaciones del hombre en comunidad moderna; pues, es seguro, que no se refería al hombre en sí. No era un misántropo, era un idealista, y así lo demostraban unas palabras dichas por un hombre no menos soñador, Sir Winston Churchill, que dedicó a Lawrence poco después un capítulo de su obra ‘Grandes Contemporáneos’, así: “... era en realidad un morador de la cimas de montaña, donde el aire es frío, enrarecido, pero estimulante. De las cimas desde donde la vista en los días claros domina todo los reinos del mundo y sus pequeñas glorias”.
Vayamos a la montaña con serenidad, buscando lo que aun está limpio en este mundo perverso, pero sin odio ni antagonismo contra lo que dejamos detrás nuestro, pues hemos de volver y permencer allí y, además, tenemos el deber moral de infundir a los gentiles nuestra serenidad y nuestra gran religiosidad.
Vayamos a las cimas, pero vayamos puros y no llevemos con nosotros las estridencias, el materialismo y las bajezas, vayamos con dignidad y con amor.
Con un amor infinito por esta parte de la tierra, medio roca y medio cielo, tierra solitaria, que no hay más hermosa para nosotros, elegidos del Señor. Reino minúsculo y enraizado donde no hay poder, ni gloria ni altivez, ni el reino que es de este mundo; el reino donde solo hay tres cosas: viento, piedra y soledad!
Girona, junio 1966

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