CITAS Y AFORISMOS
"Es una experiencia verdaderamente fascinante, te olvidas de todo, de todas las preocupaciones, de todos los problemas, toda tu atención se centra en no caerte, es un deporte en el que interviene todo el cuerpo. Produce una enorme sensación de libertad sentirse tan cerca de las rocas, de la naturaleza, de las montañas, cuando alcanzas la cima sientes tal felicidad que quieres volver a experimentar esa sensación lo más a menudo posible".
Leni Riefenstahl

domingo, 19 de agosto de 2012

- LA FASCINACIÓN DEL EIGER: EL EIGER, SIEMPRE EL EIGER... Por Cesar Pérez de Tudela

LA FASCINACIÓN DEL EIGER: EL EIGER, SIEMPRE EL EIGER...

De la lectura de los relatos sobre la Nordwand se deduce la importancia de esa escalada y su influencia en decenas de generaciones de alpinistas.

El Eiger siempre es el Eiger, escribí yo tras mi escalada a la celebérrima pared en 1969, cuando todavía el Servicio de Salvamento Aéreo de Suiza no intervenía en ninguna operación de salvamento.

“Desde tiempos inmemoriales la pared del Eiger parecía inexpugnable por no decir imposible” H. Lauper

“No fue considerada una montaña como las otras. Era superlativa: la más peligrosa, la más temida, la más polémica y la más siniestra. Curiosamente la altura de su cima no alcanza los 4.000 metros…Y en estos tiempos de moda del este dato puede contribuir a aclarar un importante equivoco actual”

“A pesar de su modesta altura, su pared norte presenta una conjunción insuperable de desnivel, dificultad y altitud, y sobre todo posee una característica única: cada pasaje de su ruta principal es un lugar cargado de historia (Travesía Hinterstoiser, Fisura Difícil, Nido de Golondrinas, Vivac de la Muerte, la Rampa, la Araña, la Travesía de los Dioses…) el Eiger se levanta a la vista de los miles de turistas y curiosos que desde el primer tercio del siglo XX han sentido la atracción de contemplarla desde la Kleine Scheidegg, como si se tratase de la más importante de las pirámides de Egipto todavía ocupada por los faraones y sus sequitos” S. Jouty

“Para escalar la Nordwand no hay solo que superar los 1800-1900 metros de desnivel, que tienen un recorrido de más de 3.500 por unas rocas descompuestas y un hielo negro y quebradizo, sino también la estremecedora mitología de sus historias. Desde Londres a Tokio, pasando por Madrid, el nombre de sus pasajes ha hecho que al recordarlos las manos de los que la evocan empiecen a sudar…” Jon Krakauer

No existe ninguna otra montaña que haya captado tanto el interés de la opinión pública como el Eiger. Las terribles tragedias que precedieron a su primera escalada en 1938, siguen ejerciendo una fascinación inagotable… para los que ya la escalaron, para quiénes la quisieron escalar, y para los que sueñan o soñaron con escalarla. En los dramas del Eiger no solo opinaron los alpinistas, sino la prensa, los ciudadanos, la justicia y los parlamentarios.

Los vencedores de la primera escalada, dos alemanes y dos austriacos, Heckmaier y Vorg, Harrer y Kasparek tuvieron la admiración de los alpinistas del mundo entero.

El Eiger se hizo más famoso que el mismo Cervino o que el Mont Blanc, siendo esencia de un sentimiento trágico y sensacional.

Antes de ellos la sucesión de las tragedias de Sedlmayer y Mehringer, que fueron vistos por última vez en el Vivac de la Muerte, la de Hinterstoiser que se despeñó intentando volver sobre sus propios pasos, la honda agonía del guía Toni Kurz, único sobreviviente de la tragedia de 1936:

“-Desde ayer estoy solo: Hinterstoiser se ha despeñado, Angerer está más arriba muerto por el frío y Rainer está colgado de la cuerda debajo de mi - dijo Toni Kurz a los guías alpinos que intentaron en vano salvarle. Cuando Toni cortó la cuerda que sujetaba a Rainer para poder recuperarla y unirla a otra, su cuerpo se desprendió del hielo y pasando por encima de sus cabezas se precipitó mil metros más abajo… Toni descendió por la cuerda recuperada, pero el nudo se atrancó en su mosquetón y le impidió continuar el descenso, a pesar de sus esfuerzos desesperados, con sus manos heladas y agotadas.

Todo fue inútil y tras aguantar una noche más en aquella posición límite, al día siguiente, Toni Kurz, a unos metros de sus salvadores, murió cuando una avalancha de nieve cayó sobre su cuerpo extenuado poniendo fin a su valerosa vida…”

Bartolo Sandri y Mario Berti, ambos medallas de oro del Club Alpinio Italiano, y excelentes escaladores dolomíticos cayeron hasta la misma base del Eigernorwand, debiendo haber sido sorprendidos por una tormenta, en 1938. Sus cuerpos fueron encontrados semanas después en el fondo de una grieta. La fatal caída pudiera haber sido provocada por una avalancha de piedras o de nieve, o bien por caída en la escalada, en la que uno arrastrara al otro.

El Eigernorwand superó con creces las teorías razonables de los alpinistas ingleses, y se transformó en una actividad que encerraba experiencias absolutas, rodeada de una singular estética, quizás morbosa, pero plena de hondos compromisos.

Esta aportación extrema fue puramente germánica, quizás influida por el idealismo trascendente cuya influencia en el sentir y en pensar se identificó tanto en el desarrollo del gran alpinismo clásico del primer tercio del siglo XX.

Harrer el famoso alpinista austriaco, que junto a Kasparek y los alemanes Heckmaier y Vorg realizó la primera escalada de esta montaña escribió:

“La verdadera historia de la pared norte del Eiger es más terrible y más grandiosa de lo que los hombres puedan inventar nunca, y su recuerdo no ha sido superado por mis vivencias en el Tíbet, en el Nanga Parbat o por mis expediciones a Nueva Guinea…Y he estado poseído por la gracia de llevar siempre esa sensación grandiosa”…

Del Eiger se han escrito decenas de libros, tantos que superaban en número hasta mediados del siglo pasado, a los que se habían dedicado al mismo Everest.

A mí me fascinó el libro del alemán Toni Hiebeler, cuya lectura en la edición francesa e italiana me decidió a emprender la escalada de la “Nordwand” en el lejano verano de 1969.

En « Combats pour l`Eiger » o « La morte arrampica acanto » leí :

”Es el más formidable obstáculo de todo el montañismo alpino, una ascensión excepcionalmente larga por glaciares colgados barridos por los aludes de nieve ocultos por la niebla. Las paredes son cada vez que se va subiendo más verticales y difíciles, las rocas más descompuestas y las repisas más inexistentes.

“A partir de la Rampa el escalador se encontrará encadenado a un combate mortal, donde la única posibilidad de salvación es hacia lo alto. En esa lucha por la vida el hombre es capaz de resistencias extraordinarias. El se elevará por encima de sí mismo y sí la suerte le sonríe llegara a la cima”.

Desde entonces la “Nordwand” me poseyó. Fue un resplandor que siempre tuve presente y cuando estimé que había llegado el momento, quise experimentarlo viviéndolo, buscando la hondura de mi propio ser. ¿Sería yo capaz? ¿Ser o no ser? Esa era la única cuestión

En mi antiguo libro “Mi Lucha por la montaña” editado en Madrid en 1972 recogía dos artículos en los que narraba algunas impresiones de mi aventura. Los siguientes párrafos son algunos recuerdos derivados de aquellos escritos:

Me aventuré en lo incierto, entre peligros para mí desconocidos, abandonando el cómodo albergue de Grindewald, reconociendo la profunda emoción que me había producido contemplar por primera vez al Eiger envuelto entre las nubes…

El alpinismo era el medio para comprobar quién era, y en el alpinismo como en la vida toda yo tenía que ser coherente con mis deseos. ¿Era verdaderamente yo el que deseaba ser?

Había que superar el miedo y adentrarse en la escalada de aquél inmenso precipicio negro, con aquellos glaciares suspendidos en el vacío, iniciando una frenética lucha que me pondría a prueba ¿Iba a decepcionarme a mí mismo, a traicionar mis aspiraciones abandonando el esfuerzo? Era el momento de demostrarme quien era…

En el paso del Primer al Segundo Nevero, en la llamada “Manguera de Hielo”, tramo muy vertical y difícil, me colgué con fuerza de las clavijas, hasta alcanzar la costra helada del glaciar… sabiendo que desde allí habían caído algunas cordadas de espléndidos alpinistas: ¿Era yo mejor que ellos? Aquellos eran momentos de suprema humildad. La humildad y los deseos de que Dios, a quien pedí ayuda tantas veces, unido al cuidado y a toda la destreza de la que yo tenía que ser capaz, me fueron permitiendo escalar. Recuerdo la angustia que para mi representaba cruzar los “Tubos de hielo”, en el “Segundo glaciar”, con aquél piolet de madera y una vieja clavija en la mano izquierda, mientras soportaba las caídas de piedras en sucesivos aludes… aferrándome a esas herramientas introducidas en el hielo apenas unos centímetros, e inclinando la cabeza y esperando que la suerte estuviera de mí lado. Supuse entonces que así sería la guerra…

Poco a poco me iba sintiendo orgulloso de haberme ido adaptando a ese terreno tan hostil… Estábamos en el “vivac de la muerte” y desde allí la retirada era prácticamente imposible. Sólo los ingleses Bonington y Whillians la habían conseguido sin ayuda. Los alemanes P. Korber y R. Vass habían caído en su descenso, el inglés B. Brewster también cayó desde el Segundo Nevero, igual que los ingleses D. Marchart, T. Carruthers, y el alemán E. Monderegger.

En el Tercer Glaciar, antes de iniciar la Rampa, tuve un ligero descuido atenuando la concentración tensa de los momentos difíciles… Y entonces caí vertiginosamente. Todo se terminaba… y pensé: arrancaré a mi compañero de la reunión y ambos seguiremos cayendo, en un espantoso salto de mil metros que será el fin, viendo con ojos desorbitados la pared negra y helada desde mi especial perspectiva, desde fuera… ¡Horrible!

Y ya cuando no esperaba nada de la vida, un tirón violento me detuvo. Carlos, mi compañero, había podido neutralizar mi caída, quedándonos ambos colgados de un precario seguro: una corta clavija de sacacorchos que en mi ascenso había introducido en un hielo quebradizo… Acabábamos de estar muy cerca del fin, pero lo estimé solo una anécdota: una caída sin consecuencias era eso… ¿una catástrofe evitada una vez más?… ¿Por quién? ¿Por la casualidad? ¿Era una señal trascendente? ¿Estaba Dios allí ejercitando nuestro perdón?

En la chimenea de la Cascada, en lo alto de la Rampa, superé ese pasaje vertical bajo un torrente de agua helada, en un esfuerzo salvaje, escalando con crampones por la roca cubierta de hielo, colgándome de los brazos bajo una tormenta de nieve que nos obligó a volver a bajar para protegernos preparando el vivac sentados con los pies hacia el vacío. La crueldad del Eigernorwand se había desencadenado; y mi compañero y yo éramos esta vez las víctimas de ésta grandiosa montaña y seríamos los protagonistas de otra tragedia para enriquecer la historia de la montaña.

Nuestra salvación solo estaba hacia lo alto. Desde el amanecer del día siguiente escalamos muy deprisa, a la desesperada, librando duros combates en la “Fisura Delitiée” y atravesando el largo y fantástico espectáculo, que constituía la llamada “Travesía de los Dioses”, que con la caída de tanta nieve estaba peligrosa.

En lo alto de la Araña recordé la escena que había inundado mis sueños. Allí era dónde mis compañeros aragoneses, coetáneos míos en los anhelos por ser quiénes queríamos ser: los admirados Rabadá y Navarro, vivieron su último drama. Yo lo había vivido también día a día, siguiendo las noticias en la radio, en el verano de 1963, mientras me encontraba en el campamento de la Granja de las Milicias Universitarias haciendo el curso de alférez. Cuando al cabo de unos días, al fin se dijo que los alpinistas españoles habían muerto, toda la 22 Compañía de Infantería, con Pedro Soto del Río, su capitán al frente, me dieron un sentido pésame.

Pero ahora el que estaba en lo alto de la “Araña”, subiendo y rehaciendo el drama que mis compañeros habían soportado era yo.

Allí en el borde superior derecho del glaciar de la Araña Blanca, suspendido a 1.400 metros sobre los zócalos de la base, Eduardo Navarro estuvo en pie, anclado a una clavija en la roca, con la maza colgando de su muñeca derecha, y las cuerdas pasando por dos clavijas de hielo uniéndole con su compañero Alberto Rabadá, que se había derrumbado cara a la pared, agotado, con el piolet junto a su pecho, envuelto en una costra de hielo y suspendido de la cuerda de Navarro. ¿Por qué Rabadá se había quitado los crampones?

Navarro se quedó allí, manteniendo firme la cuerda de Rabadá, con la esperanza de que se recuperara; momentos eternos que fueron horas o días… ¿Cuánto tiempo pudo durar el sentimiento de ambos ante la muerte, con esa conciencia difusa que precede al fin: morir, pasando por ese estado de coma, en el que les sobrevendría un colapso cardiaco producido por la extenuación física y la hipotermia.

¿Pudo haber seguido Navarro, solo hacia la cima, dejando allí a su compañero?

La respuesta está en el misterio metafísico de este grandioso y también tremendo juego que es el alpinismo. El alpinismo que tanto sintoniza con la filosofía del idealismo absoluto, la que inundando al hombre de coraje para levantarle de su vulgaridad, pretende que llegue por fin a lo alto.

Continué escalando las llamadas “Fisuras de Salida”, cuatrocientos metros de escalada que me exigieron muchos esfuerzos. En las “Fisuras de Cuarzo” la escalada se hizo aún más difícil por el hielo que las cubría. No encontré el rapel pendular que simplificaba ese sector y proseguí directo hacia el Nevero Somital. Encontré la cumbre iluminada por el sol que se ponía, mientras las nubes cubrían el resto de la montaña, como si fuera un pasaje bíblico…

Habíamos escalado durante cuatro días, incluyendo un día perdido a causa de la tormenta, sorprendidos por la intensa tempestad, superando las caídas, rebelándonos ante los síntomas de ese profundo cansancio que conocen bien quiénes suben a las cimas, sabiendo que hay que continuar… hasta ese final…

Solo importaba seguir, poder bajar por la vertiente oeste, peligroso descenso entre la niebla, extraviados en su inmenso y pendiente glaciar. Por allí vagamos toda la noche mi compañero y yo, en el mismo lugar en el que perecieron Nothdurft y Mayer, los alemanes que tras el accidente de Stefano Longhi y Claudio Corti, continuaron hasta la cima en 1957, montando allí su último vivac.

En el amanecer algo de claridad llegó a mi mente. Puse dos rapeles de 60 metros y descendí al fono del glaciar Rotstock.

Mi compañero y yo llegamos ilesos al hotel Bellevue para tranquilizar al atento y preocupado coronel Von Allmen, jefe de la seguridad alpina de la zona.

El Eiger fue un resplandor en mi vida que me llenó de responsabilidad y de respeto hacia mi existencia.

Con los pies helados me retiré de los Alpes aquél verano de 1969.

Recuerdo que cuando en un restaurante en Chamonix, unos guías franceses supieron que venía de haber subido el “Eigernordwand” me cedieron el paso mirándome como si llegara de las estrellas.

Un inmenso horizonte vertical se abría paso ante mí. Me había hecho más fuerte y algo de sabiduría había llegado a mi espíritu para neutralizar mi natural ignorancia.
El valor humano que representó para mí haber recorrido las dificultades del Eiger ha sido desde entonces un tesoro imborrable, aún hoy, más de cuarenta años después.

Cesar Pérez de Tudela
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1 comentario :

  1. He quedado sin palabras por tal magistral relato.
    Sin duda un icono del Alpinismo.

    Lo he disfrutado a concho y motivado para superar mis metas personales, para quizás, algún día pensar en sueños como el Eiger.

    Un abrazo desde Santiago de Chile.
    Atte. Gary Apablaza Moya

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