CITAS Y AFORISMOS
"Es una experiencia verdaderamente fascinante, te olvidas de todo, de todas las preocupaciones, de todos los problemas, toda tu atención se centra en no caerte, es un deporte en el que interviene todo el cuerpo. Produce una enorme sensación de libertad sentirse tan cerca de las rocas, de la naturaleza, de las montañas, cuando alcanzas la cima sientes tal felicidad que quieres volver a experimentar esa sensación lo más a menudo posible".
Leni Riefenstahl

sábado, 29 de septiembre de 2012

- LOS TRES ULTIMOS PROBLEMAS DE LOS ALPES " LA PARED NORTE DE LAS GRANDES JORASSES" POR ANDERL HECKMAIR

LOS TRES ULTIMOS PROBLEMAS DE LOS ALPES
Anderl Heckmair: 'Pared Norte de las Grandes Jorasses'

Aparte de algunas tentativas sin éxito de alpinistas franceses, entre las cuales debe citarse particularmente la del guía de Chamonix, Armand Charlet, no se intentó la cara norte de las Grandes Jorasses durante los años 1932 y 1933.
En cuanto a mí, en 1932 estaba en Marruecos, en el Atlas, en compañía de mi amigo y compañero de cuerda, Gustl Kröner. No habíamos olvidado nuestro sueño, y por eso durante las sofocantes noches del desierto o en la atmósfera trémula de calor del Atlas, hablábamos de la cara norte de las Grandes Jorasses.
En 1933 otras obligaciones nos volvieron a apartar de ella. En junio me examiné con éxito en Innsbruck y obtuve el título de guía. Y como al fin y al cabo debía hacer algo para ganarme la vida, conduje a mis clientes por los Dolomitas.
Estando en el refugio de Vajolett, en el grupo del Catinaccio, recibí una carta de Gustl Kröner en la que me anunciaba que hacía catorce días que, en compañía de Walter Stösser, estaba atacando la pared norte del Cervino para realizar la segunda ascensión. La habían iniciado ya dos veces, siendo en ambas ocasiones rechazados por el hielo reciente y la caída constante de piedras. Pero el tiempo había mejorado, y decía: "Mañana, antes de que empiecen a desprenderse las piedras, estaremos ya muy arriba, en la pared". La carta había sido escrita la víspera... La horrible noticia me llegó en el momento en que abría la carta: Gustl Kröner había encontrado la muerte en la pared norte del Cervino. No podía creerlo.
Interrumpiendo mi estancia, volví precipitadamente a casa. Ocho días más tarde, al celebrarse los funerales de Gustl en Traunstein, su amigo Stösser me hizo el relato del accidente.

Habían salido el sábado 19 de agosto por la noche. Las estrellas brillaban en el cielo y el frío era intenso. La temperatura bajó todavía más al amanecer, cuando alcanzaron la rimaya, así es que resultaba lógico suponer que el hielo, más duro todavía en las alturas, les protegería de todo peligro. Una vez franqueada la rimaya, Gustl tomó la dirección de la cordada, elevándose por la tiesa pendiente de hielo. Stösser, que había permanecido debajo del labio superior, le aseguraba. De pronto percibió el ruido de un alud de piedras que caía a su alrededor, silbando y produciendo gran estruendo. Luego se hizo un gran silencio. Stösser abrigaba ya la esperanza de que habían escapado una vez más del peligro cuando la cuerda empezó de pronto a deslizarse suavemente y el cuerpo de Gustl cayó a su lado.
Una de las últimas piedras (que según los médicos debía de ser apenas mayor que una nuez) le había herido en la cabeza. No tenía ninguna otra herida.
Así perdí a mi amigo más fiel, a mi compañero de alegrías e infortunios. Pero sabía que no obraría de acuerdo con su espíritu, si abandonaba nuestro plan de vencer las Grandes Jorasses. Con esta intención me cité, en 1934, con Martin Maier, uno de los mejores escaladores de Múnich, pero cuando volví de una excursión por Suiza lo busqué inútilmente por toda la ciudad. No conseguí hallarlo. Muy abatido por la infidelidad de mi compañero, erraba sin rumbo por las calles de Múnich, cuando de pronto tropecé con Ludwig Steinauer, miembro como yo de la sección Bayerland. ¡El cielo me lo enviaba! Le pregunté: "¿Te interesan las Grandes Jorasses?". Su entusiasmo fue tan grande que cinco minutos después nuestro plan de ataque ya estaba trazado.
Yo debía dirigirme primero a los Dolomitas, desde donde alcanzaría el refugio Leschaux por Courmayeur. Steinauer iría por Chamonix y se llevaría consigo todo el equipo necesario para una ascensión tan importante.
Todo quedó rápidamente concluido y me fui tranquilo a cumplir mis compromisos. Llegué a Courmayeur el día previsto. La idea de un paseo solitario por el agrietado glaciar del Géant no me seducía mucho. En Entrèves encontré a dos Wandervögel que acampaban en la región y que por una feliz casualidad deseaba dirigirse a Chamonix, pero no se atrevían a aventurarse solos por la montaña.
Cuando les dije que era guía, pero que no tendrían que pagarme nada, aceptaron con gusto reunirse conmigo. Eran dos muchachos jóvenes y fuertes. Subían fácilmente, tan fácilmente que era yo quien casi perdía el aliento. Al cabo de seis horas llegábamos ya a la cabaña Torino, objetivo de nuestra jornada. Pero como no era todavía el mediodía y una espesa niebla empezaba a subir por el glaciar, decidimos proseguir inmediatamente la marcha, tan pronto como hubimos comido algo. Después de encordarnos, pasamos el Col du Géant y bajamos por el glaciar del mismo nombre. Habíamos caminado apenas quinientos metros cuando el primero de los muchachos desapareció en una grieta. El susto de mis compañeros me pareció cómico, les aseguré que los incidentes de esta clase eran muy corrientes. ¿Para qué, entonces, llevábamos una cuerda? Me costó convencerles, y desde aquel momento caminaron como si pisaran huevos.

 Una hora después descubrimos a varias cordadas que venían a nuestro encuentro, y a cierta distancia un hombre aislado. Su aire decidido y su seguridad despertaron mi interés. De lejos, y por su modo de vestir, ya vi que se trataba de uno de los nuestros. Era en realidad Martin Maier, a quien en mi fuero interno había calificado de infiel. Nos saludamos con gritos de alegría, y mientras los muchachos iban delante, pudimos aclarar el equívoco que nos había separado. Se le había presentado la oportunidad de poder viajar en coche, así que adelantó su marcha, no sin dejarme antes una carta en Múnich, carta que no he recibido nunca. Hacía diez días que me esperaba. Le conté mi decepción ante su ausencia y mi acuerdo posterior con Ludwig Steinauer, que no le acabó de gustar. Pero no teníamos más remedio que conformarnos. Mientras charlábamos así, olvidamos a nuestros dos principiantes, que nos habían inducido metódicamente a un error, pues habíamos bajado mucho más de lo necesario por el glaciar y nos hallábamos ante una inmensa grieta transversal que nos impedía el paso. Sentimos mucho este incidente, del que éramos los primeros culpables; no se podía volver atrás, y rodear la grieta, de diez metros de anchura, nos conduciría a un nuevo laberinto. Por otra parte, no tenía más que unos treinta metros de profundidad, y en el otro lado descubrimos un lugar por donde resultaba fácil salir para ganar la morrena lateral. Nuestros improvisados montañeros infundían lástima con sus sandalias y sus pantalones cortos: después de dos rápeles ya tenían las piernas ensangrentadas.
Cuando llegamos al refugio del Requín, un poco más tarde, estaban completamente agotados, pero preferían esto a un vivac en pleno glaciar. Los dejamos allí y nos dirigimos en plena oscuridad al refugio Leschaux, en el que Ludwig Steinauer nos esperaba ya. A ninguno de nosotros nos hacía gracia que fuésemos tres, pero nadie tenía la culpa, y además, hubiera podido ser ventajoso..  Pero aquella vez el éxito huyó también de nosotros. Cuando al día siguiente volvimos a subir de Chamonix, adonde habíamos ido a buscar provisiones, ya no estábamos solos. Una seria competencia ocupaba el refugio. Rudel Peters y Haringer, que se habían dado a conocer por su éxito en la pared sudeste del Schüsselkar, en el Wetterstein, pretendían también atacar la pared norte de las Jorasses. Temiendo que una rivalidad demasiado enconada nos hiciera obrar sin discernimiento, quise atraer la atención de Peters que, lo mismo que su compañero, no tenía ninguna experiencia sobre el hielo y los particulares peligros de la pared. Pero no fui bien recibido, pues Peters me respondió lo siguiente: "Nunca se debe dar ningún consejo a quien no lo haya solicitado". El tiempo estaba tan poco seguro que nos vimos obligados a limitarnos a pequeñas operaciones de reconocimiento del terreno. Las relaciones entre las dos cordadas eran bastante tirantes y la atmósfera casi hostil.

El refugio de Leschaux estaba en reconstrucción y no podíamos dormir en él, así que acampábamos fuera. Nosotros nos refugiamos en una balma que habíamos descubierto más arriba del albergue, hacía ya tiempo, y Peters montó su tienda cincuenta metros más abajo del refugio, pero en el curso de la noche estalló una tormenta de tal violencia que los obreros que ocupaban el barracón tuvieron compasión de nosotros y nos ofrecieron hospitalidad. Peters y Haringer se negaron a aceptarla. De pronto un resplandor iluminó la ventana. Creímos que era un relámpago, pero era el fogón de bencina de Peters que había explotado, incendiando la tienda, aunque la lluvia ayudó a apagar el fuego. Haringer, atendiendo nuestras exhortaciones, vino a reunirse con nosotros, pero Peters, obstinado, permaneció bajo los restos de su tienda, a pesar de que llovía a cántaros. Semejante terquedad aumentó mi respeto por él.
 -Éste sí que no renunciará fácilmente, una vez haya empezado a escalar la pared -les dije a mis compañeros. Un espeso caparazón de nieve y de hielo recubría de nuevo la pared, imposibilitando toda tentativa antes de quince días. Además acababa de recibir un telegrama que me prometía una respetable ganancia si me marchaba enseguida. Después de protestar un poco, mis camaradas aceptaron mis razones, y la concordia reinaba entre nosotros mientras bajábamos a Chamonix, hasta donde me acompañaron. Me marché tranquilo, sabiendo que los dos velarían como perros de presa y no permitirían que Peters se les adelantara cuando se presentara un día favorable. El tiempo seguía inseguro. Maier y Steinauer hicieron una tentativa en el curso de la cual vivaquearon en la pared; luego tuvieron que retirarse precipitadamente. Mientras descansaban en la cabaña, Peters y Haringer salieron a su vez. Como todos los neófitos en técnica glaciar, se extenuaron, tallando inmensas bañeras, y emplearon un día entero para salir de la pala de hielo y alcanzar una repisa rocosa, en la cual instalaron su primer vivac, al pie de un gendarme. Por la mañana, cuando se disponían a proseguir su ascensión, vieron a otra cordada que atravesaba la pala de hielo con increíble rapidez y se les adelantaba. Muy sorprendidos siguieron con la vista a los dos escaladores, que desaparecieron después de atravesar con gran facilidad las rocas que dominaban el lugar en donde ellos habían pasado la noche. Ignoraban que acababan de ver al célebre guía francés Armand Charlet, cuyas tentativas eran ya muy numerosas, acompañado por un camarada.

Peters y Haringer se pusieron en marcha tras ellos con la mezcla de sentimientos que puede adivinarse. Por la tarde, cuando tenían ya a sus pies más de la mitad de la pared, se hallaron de pronto frente a la cordada que les precedía y que había decidido dar media vuelta. Charlet les indicó que una chimenea recubierta de hielo obstruía el paso y que además el tiempo no era suficientemente seguro. Pero ya habíamos visto antes que las opiniones de los demás no influían en Peters. Mientras la cordada de Armand Charlet volvía a bajar, Peters y Haringer prosiguieron la ascensión, no tardando en alcanzar la famosa chimenea. Acostumbrados a las dificultades rocosas extremas, el paso no les inquietó demasiado, a pesar de estar cubierto de escarcha. Además, la certeza de ser los primeros les dio nuevo impulso. Asegurándose con la doble cuerda y con otros refinamientos de la técnica moderna consiguieron vencer el obstáculo. Mientras tanto, las tinieblas les rodeaban lentamente. Durante la noche el tiempo empeoró tanto que a la mañana siguiente se vieron obligados a regresar.
Las horas duraban minutos durante su lenta retirada. La tempestad se había desencadenado, el viento silbaba, la nieve caía; las complicadísimas maniobras de cuerda a las que se veían forzados les obligaron a un nuevo vivac. Se desencordaron, y mientras Peters preparaba un emplazamiento, Haringer dio unos pasos de lado para llenar un cazo de nieve. De pronto resbaló y desapareció, sin ruido, en el abismo. Peters, petrificado por el horror, oyó los golpes sordos, que iban disminuyendo. Luego el silencio mortal. Llamó con todas las fuerzas que le quedaban. No obtuvo respuesta...
Muchos años más tarde Peters me contó la impresión que le produjo la pérdida de su compañero. Desesperado, se había sentado, pretendiendo ver en la noche. ¿Qué otro hombre hubiera salido sano y salvo de semejante aventura? Al mismo tiempo que Haringer, todo el equipo había desaparecido en las profundidades. La tormenta empezó con nueva furia. Al amanecer, su voluntad de vivir casi había desaparecido y pensó seriamente en seguir a su compañero. Por fin se impuso el instinto de conservación y Peters comenzó a rapelar, prosiguió su descenso. Entonces le afligió una nueva desgracia: había perdido las gafas, y tenía los ojos tan inflamados a causa de la nieve y la niebla que estaba completamente ciego. Sólo los que han sido atacados alguna vez por la ceguera de las nieves pueden comprender su sufrimiento. Y otra vez sintió la tentación de dejarse caer.

En menos de un minuto todo habría acabado; incluso tal vez podría salvarse, pues sólo doscientos o trescientos metros le separaban del pie de la pared. El vacío le atraía, pero su férrea voluntad logró de nuevo dominar la crisis. Unas veces dejándose resbalar, otras haciendo rápel fue ganando terreno lentamente.
En el refugio, los compañeros (con Franz Schmidt, que se encontraba por casualidad en la región en compañía de un americano) hacía rato que estaban inquietos. Cuando por fin la niebla se disipó unos momentos, divisaron un punto negro que se movía en la pala de hielo y salieron inmediatamente en su ayuda.
Peters había llegado al límite de sus fuerzas. Pocos metros más arriba de la rimaya intentó colocar una clavija en el hielo para un último rápel. Estaba casi ciego y abatido por violentos dolores de cabeza que le inutilizaban completamente. En aquel momento llegaron los que habían salido en su ayuda. Sin necesidad de palabras comprendieron enseguida lo sucedido. Cuando Peters estuvo seguro, volvieron a salir en busca del cuerpo de Haringer, que no tardaron en descubrir. Haringer fue enterrado en Chamonix algunos días más tarde, y sus compañeros emprendieron el regreso a su país, durante el cual Martin Maier ocupó, detrás de la moto de Peters, la plaza que había quedado vacante.
Aunque la temporada de 1934 acabara tan tristemente, a nadie se le ocurrió siquiera la idea de abandonar. Ahora sabía con qué clase de competidores tenía que vérmelas, y en 1935 quise, a toda costa, ser el primero en la cara norte de las Jorasses. Resultaba difícil encontrar un camarada, no sólo por falta de tiempo disponible, sino también por la cuestión económica. Aquella vez me puse de acuerdo con Hans Lucke, aspirante a guía, de Kufstein.
Otra vez pasé por Italia para llegar a Courmayeur... Como estábamos muy al principio de la temporada de roca íbamos provistos de esquís. En efecto, sólo nos hallábamos a primeros de junio, y por lo tanto encontramos nieve en abundancia.
Las laderas que bajan del Col du Géant sobre el Mont Fréty estaban todavía completamente blancas, y terroríficos aludes se precipitaban por todos lados. No habíamos imaginado semejantes condiciones. ¡Cómo estaría la cara norte! Seguros de que no nos sería posible hacer nada antes de tres semanas, se nos ocurrió que podríamos pasar el tiempo mucho más agradablemente en la Riviera, en Porto Fino, en donde teníamos unos amigos que poseían una casita. Además tendríamos oportunidad de entrenarnos en las rocas de los alrededores. Nos dirigimos, pues, hacia la Riviera, en donde causamos sensación con nuestros esquís y nuestro equipo completo para glaciar. Nuestros amigos nos recibieron calurosamente y pasamos tres semanas magníficas. Sin embargo, no nos hundimos en la pereza, sino que, al contrario, llevamos una vida de entrenamiento digna de espartanos.

Llegó el día fijado para empaquetar todos nuestros trastos y antes de emprender el retorno quisimos aprovechar la tarde para "hacer dedos" en un bloque. ¡Ojalá no lo hubiéramos hecho! Una presa minúscula cedió al apoyarme en ella; salté enseguida, pero al aterrizar sentí un agudo dolor que me taladraba el pie. La radiografía reveló que tenía el tobillo roto y fue preciso enyesarme. Pocos días después, en lugar de dirigirme hacia las Grandes Jorasses, pude volver a casa, hastiado de la Riviera. Al llegar a Múnich fui a visitar a un amigo. Éste, lanzándome una extraña mirada me puso ante los ojos la última edición de un diario donde se leía en grandes titulares: "La pared norte de las Grandes Jorasses ha sido vencida por Peters y Maier". Me dejé caer sobre la silla que mi compañero deslizó rápidamente debajo de mí. Luego, para que mi derrota fuera más completa aún, me preguntó con expresión compasiva: -¿Qué edad tienes? -Cumpliré treinta el año próximo. -Entonces ya puedes "cortarte la coleta". Abandona la escalada y búscate otra profesión. Quedé anonadado. No tenía celos de mis compañeros, desde luego, pero mi suerte me parecía demasiado lamentable. Como un perro apaleado y con el corazón lleno de amargura fui a buscar refugio a Bayrischzell.

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